jueves, 11 de febrero de 2010

A orillas de la palabra.


La imaginación es poderosa y hasta donde yo sé, a todo el mundo se le permite soñar. Todos sueñan, incluso los perros. Sus delgados párpados cosquillean al corretear en la ilusión, a un gato o exquisito hueso. Y todo porque lo que importa es lo real de la ensoñación. En la imaginería se fija todo aquello que jamás fue concretado en el mundo de los objetos. Allí todo es bruma que invita a la posibilidad inmortal. ¿A quién no le gusta imaginar? La respuesta es fácil: a quien no le gusta leer.

“No hagas esto” “No hagas lo otro” “No te metas aquello a la boca”… es lo que rumiaban los padres en nuestra infancia. Recibimos regaños, limitaciones, castigos, sin embargo entre más prohibida es la acción, mayor es el deseo que se tiene por quebrantar el orden. ¿Qué ha sucedido con los tiempos en que la lectura era cosa de herejes o exclusiva de sabios escolásticos religiosos y solía ser el mayor de los placeres carnales y espirituales?

Lo que se lee, existe, se crea. Era casi como hablar con Dios. El conocimiento por primera vez en la historia estaba protegido por una cubierta de cuero finísimo, que al ser abierto liberaba un perfume de hojas ambarizadas y tintas escarlatas de ébano. Para cuando llegaron los tiempos de la imprenta el libro seguía siendo un objeto dorado. Tal masificación sin duda contribuyó a la expansión de la cultura y el gozo del saber de otros mundos. Cuando leer era un acto de voluntad y peligro existía un romance entre el lector, el libro y el autor. Los tres vivían para cada uno en una huída interminable. Parece que los tiempos líquidos del ahora han mermado a este hábito vivificador que es la lectura. Y la excusa perfecta de siempre y para siempre, será la falta de tiempo y el exceso de tensión. FALTA DE INTERÉS, no hay más.

Quiero creer que no, pero es melancolía pura cuando vas por ahí y escuchas la frase impensable de “a mí no me gusta leer”. Bien diría Voltaire “prefiero el dolor a la alegría de los idiotas”. A pesar de todo no los culpo; culpo a sus padres, a sus maestros, a las instituciones de nuestro país, a sus amigos y personas cercanas que ellos consideran confidentes. Ellos son los culpables. Carlos Monsiváis denuncia en su ponencia Elogio (innecesario) de los libros que “el analfabetismo funcional se expande por razones diversas, que incluyen la falta de hábito social y familiar de la lectura, el desinterés de los gobiernos, la ausencia en la educación básica de la recomendación de libros (…)”, en fin, la lista es larga y desafortunadamente la puerta de la lectura no es para nada ancha.

Habrá de prohibirse la lectura. Habrán de ser encadenadas las palabras a la ignorancia de las minorías intelectualoides. Deberá suceder para que ellos se acerquen a los libros, si no por interés, será por morbo.

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