miércoles, 9 de diciembre de 2009

Seducción de equilibrista.




¿No es reconfortante acaso, cuando después de una fila de expectativas y un montonal de escenarios previamente planteados en lo lúdico de la imaginería, te encuentras con el cuerpo ensimismado y una humedad precoz en la garganta, aún sin haber sido anunciada la tercera llamada?
Créanlo, lo es.
Luego de un abandono-fallecimiento amoroso, de esos que a la primera se hacen y se rompe el molde, recurrí a una de las contables cosas seguras que restan: la literatura. Una tarde de septiembre, con el otoño y sus lunas de octubre en puerta, alguien me telefoneaba desde Ámsterdam a Coyoacán, específicamente a la librería El Sótano. ¿Quién podría ser?
Tras una minuciosa, pero veloz búsqueda en mi agenda personal mental, noté que no había opción; sólo podía ser una persona: Juan Villoro, escritor, ensayista y periodista mexicano. Llamadas de Ámsterdam se convirtió en microcosmos propio una vez que lo coloqué, con extremo cuidado, en mi mesa de noche junto a todas las cosas noctámbulas que aprecio tanto: los cigarros, los restos de café en mi posillo consentido y las hojas ambarizadas de los ancianos libros que ya llevan ahí un tiempo.
Y ocurrió lo impensable, a menos de un mes de haber sido mi corazón pulverizado, me enamoré de nuevo. Esa es la ventaja de Villoro, sus personajes te enganchan de tal forma ciclónica a su manera de vida, que terminas cediendo ante sus caprichos, deseos irrefrenables por reconquistar al amor perdido, defectos agonizantes pero cualidades que, ¡caray!, te recuerdan lo que es estar vivo y ser de carne.
Pero ahí no concluyó el amor. Cuando me enteré que Juan Villoro debutaba como dramaturgo con su ópera prima, Muerte Parcial, quise tener una primera cita. Tomé el teléfono, me ahogué en nervios y como suelo hacer a fin de cuentas, me aventé con todo y todo: “Disculpe, buenas noches, ¿llamo al Teatro Santa Catarina? ¿Todavía hay localidades para Muerte Parcial el miércoles 2 de diciembre a las 20:00 horas?” Afirmativo. Sólo restaba conseguir 140 pesos y descubrir la ruta que no propiciara un extravío.
Esperé dos semanas, los tiempos líquidos lograron que el día de la cita por fin llegara. Fui puntual, la taquilla abría ese mismo día una hora antes de la función. Después de comprar el boleto, con un descuento para estudiantes del 50 por ciento y el asiento número once hasta adelante, tenía toda una hora para descubrir si todavía conservaba mis cualidades espontáneas y encontraba cómo gastar mis sesenta minutos… así surgieron las ocho, sin embargo sólo era el inicio de la espera. 50 localidades, algo íntimo, casi como la reunión de una sociedad secreta. Era como entrar a una casa de muñecas: asientos de plástico diminutos para los espectadores, escenario puesto a tus pies con mobiliaria discreta y curiosamente, por más que me concentré en buscarlo, sin telón. Primera llamada, “tomad sus asientos”; segunda llamada, “apagad sus celulares hijos míos”.
Tercera llamada. La pregunta quedó en el aire: ¿me enamoraría nuevamente?
Asombro. Los primeros cinco minutos de la obra los cuarenta y nueve y yo sólo mirábamos una fotografía que había brotado de una pantalla en lo alto. “Los desaparecidos”, cuatro cuerpos inertes en una habitación “x” y sangre, mucha. ¿Sería esto un thriller? De narrativa intrigosa todos queríamos saber más, era casi angustioso que nadie anunciara qué seguía.
Advertencia: no esperen que les cuente la trama, eso por si algún día se topan con esta parcialidad mortífera puesta en escena, tal vez no en Santa Catarina, pero habrán de buscarla, de estar interesados, en todo teatro de la Ciudad de México.
Un agente de bienes raíces, una alpinista, un cronista deportivo, un vendedor de mascotas, un político corrupto y la muerte parcial de cada uno de ellos. No se sobreentienda que es una historia sobre suicidios, o tal vez sí, pero el suicidio más agonizante que existiera jamás: la desaparición y el olvido. La inconsistencia de la vida y la seguridad que la muerte otorga ante un pasado condenatorio, son el eje sobre el cual los personajes danzan paganamente ante el abismo
El desvanecimiento utópico y la idea de empezar con cuentas en cero a medida que se presenta una segunda oportunidad, conforman el argumento fantástico e idealizado. Cinco individuos que comparten el mismo espacio-tiempo porque “alguien cortó la cuerda”.
Sandra, la alpinista, apunta con diez dedos hacia esa sensualidad individualista tan característica de la posmodernidad. Segura de sí misma, sube montañas, trepa a la vida y trata de olvidar a toda costa la miserabilidad familiar que la marcó desde niña. Hay algo de sinuoso en ella, tanto que quieres ser tú a quien esté acariciando en la primera escena. Sin embargo es Samuel, vendedor de bienes raíces y amoroso de Sandra, quien recibe los beneficios carnales y bromas irónicas que salen de su boca sexosa.
Él: ordinario, estereotipado en TODO lo que representa el hombre común. ¿Y adivinen qué? Samuel también escala y también huye de su pasado. Es tanto el melodrama y fragilidad de su persona que te enferma, pero no den la enfermedad por sentado. Samuel hará que ustedes se identifiquen con él, y quien sabe… tal vez hasta terminen en los suelos junto a él.
Llega Bruno Cardeli, cronista deportivo, como un cuadrangular que hace aullar al estadio entero. Con él, Villoro logra aterrizar los mejores momentos de la obra. Basta la primera escena en donde aparece para conocerlo de por vida, distinguirlo ante sensaciones ambivalentes de humanidad y decadencia. Te gusta y lo sabes, te simpatiza y no tratas de ocultarlo. Bruno es visto como ejemplo de lo que pasaría con una persona si fuera un hombre de avanzada edad, exiliado de su puesto prestigiosísimo en la élite de las “voces de México” a causa de su homosexualidad gritada a voces. Es recordatorio de que los chismes son fríos y filosos como las espadas samurái.
Roy es su pareja, trabaja en una tienda de mascotas, es joven, casi un niño. Es el día a día de Bruno, su medicina y su droga, lo que lo asfixia y el tanque de oxígeno. Es interesante observar conforme transcurre la obra, la manera vertiginosa de cómo Roy envejece metafóricamente, cómo se erosiona ante el engaño de los despiadados. Específicamente ante la desidia corrupta de Ernesto Velarde, el animal político favorito de todos.
La telaraña que Villoro ha tejido con Muerte Parcial, está dotada con esa particularidad de su narrativa: un eclecticismo belicoso y enredante. Los actores en sus puestos, juegan un papel como portavoces del movimiento y dinamismo que la escritura fijada sólo en letras podría traducir jamás al ser puesta en escena. No es lo mismo la palabra escrita, que el diálogo en acción y la reverberación del cuerpo moviendo cada fibra de músculo audible.
Haber estado ahí era casi como bailar con el autor. Una vez que conoces a Villoro, aprendes cuáles son los adjetivos que utiliza regularmente, el tipo de nudos y trabas en la narrativa, la tensión sublime que existe a medida que el conflicto se resquebraja escena por escena, la idiosincrasia del absurdo como algo cotidiano y cómo este sirve de escalador para llegar al clímax de la obra.
Esa es la riqueza de Muerte Parcial. El saber de alguien que es capaz de fijar todo lo que es, lo que piensa, cómo lo piensa y lo que siente, tanto en las páginas de papel Cultural de 75 gramos, como en el proyecto dramático que se despega tras bambalinas y trasciende al público. Eso fue lo que me hizo temblar de emoción. Estar frente a la consideración de la vida aún en la muerte, tal como lo hace el alpinista de manera vertical y el equilibrista con la prolongación horizontal de la cuerda.
Tercera llamada. La pregunta se despegó de la atmósfera respondiéndose a sí misma. Sí, me había enamorado de nuevo. Esa noche te recordé. ¿Quién había cortado la cuerda?